lunes, 11 de octubre de 2010

A modo de Inicio

Al tratar de abordar la historia de los jesuitas en Córdoba se nos plantean muchos interrogantes, y el primero de ellos es justamente ¿por dónde empezar?
Lo cierto es que el legado de la orden en Córdoba, además de ser importantísimo para nuestra historia, abarca ramas tan disímiles como la ciencia, el arte, la arquitectura, lo social y lo religioso. La orden de Loyola de alguna manera debe entenderse como una especie de bisagra, de puente para el logro de una experiencia histórica única en su tipo.

Como verdaderos “hombres del Renacimiento”, los ignacianos se lanzaron a la conquista del saber en pos de lograr “la mayor gloria a Dios”. La captación de fieles y la lucha contra la reforma luterana fueron, claramente, los objetivos centrales de la orden. Se trataba de una especie de cruzada, tendiente a traer a las ovejas nuevamente a su rebaño. El siglo XVI fue altamente conflictivo en materia religiosa. Las divisiones internas debilitaron a la Iglesia y pusieron en evidencia una red de corrupción que involucraba desde el papa hasta el menor prelado.

Los jesuitas eran en cierta medida una congregación joven. De allí puede desprenderse su actitud misional, docente, formadora. América va a estar en las prioridades. Lo exótico y las tierras desconocidas serán el abono perfecto para cumplir su misión. Córdoba, bien al extremo sur de aquella “Terra Incógnita” terminará siendo el eje central de una magna obra.

Llegados a Córdoba a fines del siglo XVI, no tardaron en hacerse un lugar dentro de la sociedad cordobesa. En poco tiempo construyeron un templo, un colegio y, por si fuera poco, las estancias, desperdigadas por gran parte del territorio provincial. En este viaje les proponemos mostrarles lo que estos hombres lograron, intentar dimensionar los alcances de una obra con trascendencia hasta el presente. Con esto no queremos caer en un lugar común, sino que, por el contrario, pretendemos ahondar, describir, contar y disfrutar de un legado único, nacido de una confluencia de culturas, de credos y de razas.

Debemos reconocer que somos, en parte, producto de la ardua tarea encabezada por aquellos misioneros, la cual nos propone un aprendizaje constante. Hay que aprender y reflexionar sobre ella. Los tiempos de la colonia fueron duros y difíciles. Mucha gente padeció el nuevo ordenamiento histórico impuesto desde España. Todo cambio siempre es acompañado de esfuerzo, dolor y sufrimiento.

Desafortunadamente fueron los nativos de éstas tierras quienes debieron reacomodarse a un nuevo escenario, no muy gratificante, que los llevó a un absoluto desarraigo, en todo sentido de la palabra. Dentro de los abusos y las injusticias cometidas por encomenderos, administradores y virreyes la Compañía encontró almas por salvar, dentro de una visión cristiana y preservando, en algunos casos, instrumentos culturales propios de los aborígenes, tales como el idioma. No es casual que los jesuitas se valieran de elementos particulares de cada cultura: eran el puente para explicarles algo tan abstracto y tan distante a su idiosincrasia como lo fue el catolicismo. La labor pedagógica fue de vital importancia.

Apertura del viaje. El Barroco criollo

Entender la labor jesuítica requiere situarnos en la época en que ocurrieron estos hechos. La colonia, como exponíamos más arriba, se caracterizó en cierta medida por la diferencia de clases, la segregación racial, la sujeción del aborigen y la imposición de una nueva religión: el cristianismo.

El patrimonio histórico se nutre de algo muy simple: la necesidad de atraer al nativo a un nuevo credo, muy distinto y un tanto difícil de explicar. Las Iglesias, las tallas, las pinturas y demás manifestaciones artísticas fueron los medios utilizados para llegar a la feligresía, que cooperó de tal forma que, inconscientemente, dio paso a la creación de un estilo inigualable, profundo y pleno de belleza y exuberancia.

El llamado “Barroco Criollo” se debió en gran parte al mestizaje entre elementos puramente americanos y europeos. Quizás los ejemplos más bellos de este arte se encuentren en las capitales virreinales de la época, tales como Méjico o Lima, o en enclaves comerciales (Cuzco o Potosí son claros ejemplos). Córdoba, situada en el medio de la ruta entre Buenos Aires y el Alto Perú también alcanzó ciertas maravillas arquitectónicas, aunque más sobrias y menos recargadas. Buenos Aires no verá un desarrollo importante hasta la instalación, en 1776, del Virreinato del Río de la Plata, por orden del rey Carlos III, el mismo que en 1767 se encargó de expulsar a la orden de Loyola de los territorios americanos.

Arquitectos de la talla de Prímoli, Lemaire y Krauss van a dotar a la ciudad con nuevas construcciones que la harán despertar, poco a poco de su letargo. La Iglesia de la Compañía, la Universidad y las estancias ponen de manifiesto la labor artística y la pluralidad de profesiones dentro de los jesuitas.

(Continuará en la próxima entrada- Iglesia de la Compañía de Jesús, Córdoba, Argentina)